“¡Qué bien te quedó!”, Don Jorge.
Mi vecino Aldo elogió de pasada el driveway recién pintado de mi casa. No me atreví a decirle que fue mi esposa quien lo pintó. Ella se levantó temprano este fin de semana y se puso a pintar. Le gusta hacerlo, pues dice que es un ejercicio que la divierte, así que no me sentí avergonzado de robarme todo el crédito por la obra.
En verdad, la conducta de darle “honor a quien honor merece” no está muy extendida. Si se pone usted a pensar, quizás recuerde alguna imperdonable omisión en ese sentido.
Por mi parte recuerdo con nitidez cuando junto a un equipo de trabajo terminamos en mi país un video documental sobre los cocodrilos de la ciénaga y todo lo que se hacía con ellos. Era para mostrar en un gran evento, por lo que trabajamos intensamente durante algunas semanas.
Cuando estuvo listo el video, vino el ministro del ramo junto con nuestro jefe administrativo a verlo por primera vez. En la pequeña sala de proyección, estábamos todos los del equipo, soñolientos y hambrientos, pero satisfechos. Cuando la cinta terminó, el ministro se levantó de su silla y conmovido le dijo a nuestro jefe: “¡Qué bien te quedó, Fabián!”, y enseguida partieron, platicando animadamente sin reparar en los de su alrededor.
Fabián, mi jefe, al igual que yo con el driveway, no sintió vergüenza por el elogio inmerecido.
Así pasa muchas veces con la creación literaria y otras obras de arte. De hecho, usar un “fantasma” que escriba por nosotros es una práctica común. En algunos países lo llaman sin tapujos “negro literario”, una cruel manera de referirse al que hace el trabajo duro.
Podemos imaginarnos a un creador fantasma como alguien anónimo, sombrío y desolado, que piensa solo en la paga, como un mercenario o ejecutor a sueldo. Pero no, simplemente es alguien que ama lo que hace. Una persona cautiva del exquisito deleite que da el proceso de la creación.
Algo así como cuando Dios creo al universo y vio que era bueno, sin importar que le diéramos el crédito.