Ojos que no ven

De qué sirve hablar del editor de libros, si es el oficio menos apreciado del mundo.

Y que me perdonen mis amigos publishers, ejecutivos o propietarios de empresas editoriales: no es su caso. Cuando digo “editor”, me refiero al empleado presente en distintas etapas de la cadena de producción editorial para dar forma definitiva al texto original, conocido también en el gremio como redactor, corrector, corrector de estilo, corrector de pruebas o revisor.

El trabajo de edición, es decir revisar minuciosamente para reparar, dentro de ciertos límites, errores de contenido, de trascripción gráfica o de traducción, se desenrolla en condiciones poco propicias. Muchos en la industria lo sufren como un mal necesario. Porque el libro impreso en definitiva no perdonará a nadie; tampoco lo harán los lectores. Una errata o un error garrafal nos perseguirán a todos durante toda la vida del libro, aunque no nos demos por enterados.

En economía hay un axioma que dice que el consumidor no repara en el proceso de producción de un producto, a menos que le descubra un defecto. Cuando lo encuentra, no hay excusa plausible y es implacable en su crítica.

Umberto Eco, destacado novelista italiano, se quejaba en un artículo publicado en La Nación de la traducción del inglés de una importante obra de divulgación histórica donde se dice que dos grandes filósofos árabes dominaron el medioevo: Avicena e Ibn-Sina, cuando en realidad se trata de la misma persona, “como Cassius Clay y Muhammad Ali”, dice Eco. ¿Se equivocaba ya el autor original? ¿Ha confundido el traductor un and con un or? ¿Se ha empastelado una prueba en la que ha saltado una línea o un paréntesis explicativo? Misterio.

“En otro libro traducido del alemán –se escandaliza el novelista– encuentro mencionado a un tal Giovanni il Battezzatore. Los alemanes, en efecto, llaman Johannes de Taufe al que entre nosotros es Juan Bautista. El traductor sabía alemán, pero jamás en su vida había entrado en contacto, no digo con los Evangelios, sino que ni siquiera con algún almanaque o un texto cualquiera para niños que hablara de Jesús”.

Catherine Vetterlein, una periodista de Chile, comentó en un reciente artículo de En verdad te digo…: “El problema que he tenido con libros traducidos del inglés al español es que, en el caso de cursos bíblicos, están tan mal redactados en ciertas partes que han producido polémicas y discusión en el grupo que sigue el curso; incluso algunos no entienden las “tareas” que se le piden por lo confuso de la enseñanza. El problema es que está mal redactada la pregunta o el texto, y se producen interpretaciones que se contradicen. Eso es negativo para personas que están comenzando su vida cristiana.”

Catherine no menciona en su comentario los títulos de los libros a los que se refiere ni el sello editorial que los publica. Tampoco hay manera de canalizar o focalizar quejas de este tipo. Solo los del gremio sabemos, por ejemplo, nombres y apellidos de editoriales cristianas que cargan su presupuesto en la apariencia del libro, que es lo que vende en primera instancia, pero que les importa poco el cuidado de su contenido. Ellos saben, o intuyen, que el gran público no compra su libro atendiendo a la casa publicadora, de manera que todos juntos perdemos prestigio.

Corazón que no siente
Más allá de obvio interés del propio autor y de la sensibilidad profesional que pueda tener el editor, el afán de que la producción salga muy económica y lo más rápido posible, condicionan la calidad de un libro. Las editoriales cristianas que publican en castellano no sólo no están exentas de dichos problemas, sino que adolecen de otros sui géneris.

Sea por economía, ignorancia, falta de tiempo o sensibilidad, se violan preceptos fundamentales. En la cadena de producción tradicional: autor > editor > diagramador > corrector > impresor > vendedor > lector, donde el próximo debería verse como un cliente al que hay que servir y complacer, un editor es a veces un eslabón perdido.

Como la mayoría de las casas editoriales de hoy en día no tienen editores de plantilla y contratan este trabajo por fuera, algunos funcionarios editoriales con mentalidad de vendedores prefieren cortar camino (y dinero) saltándose al menos el paso obligado de la corrección de estilo o de pruebas.

La situación sea agrava cuando sea trata de una gran editorial de libros en inglés que tiene un pequeño departamento para producciones en español, que prefiere publicar libros traducidos que ya pasaron por el proceso de edición en inglés y que da casi todo el trabajo por hecho. Al libro traducido solamente se tiene que editar al traductor, y no al autor. Eso, cuando no es alguien que ha comprado los derechos de un libro, lo ha mandado a traducir y ha enviado el manuscrito directamente a la imprenta.

Algunos gerentes editoriales juegan todas sus cartas no al contenido de un libro, si no al mercadeo de que viene precedido en inglés, al nombre del autor, un buen título y una portada llamativa.

Un amigo, excelente traductor profesional que ha trabajado para muchas casas editoriales cristianas en los Estados Unidos, me comenta con pesar que algunos funcionarios están resolviendo el problema de la traducción al español a bajo costo de sus libros contratando a pastores y a otros ministros cristianos hispanos supuestamente bilingües, que se equipan de un software de traducción para hacer un trabajo mediocre. Es una idea equivocada suponer que porque un chino hable en chino puede traducir un libro al chino sin problemas.

En defensa del oficio
En el caso de la producción de buenos libros cristianos o evangélicos, el editor profesional –y conozco a varios– no es el ama de casa que dedica a esta labor parte de su tiempo libre o el desempleado ocasional que presume de tener buena ortografía y que se le paga para pasarle la mano a un texto; tampoco un indolente que trabaja por encargo sin importarle la suerte del libro en el que está trabajando. El verdadero editor detrás de esos buenos libros cristianos que todavía engalanan las estanterías hispanas es un perseverante especialista que ha seguido con pasión palabra por palabra, y que es digno de ser más apreciado.

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