Los atardeceres son aquí apacibles

—Hola, Don Jorge, ¡qué bueno que lo encuentro!

En mis caminatas por los alrededores del lago cercano, me resulta inevitable escapar de Aldo, uno de mis vecinos.   

Aldo sale invariablemente a caminar su perro, un viejo dogo, alto y encorvado, calmoso, de cara arrugada y mirada afligida, tan parecido a su dueño que observando al animal puedo adivinar los comentarios que me esperan esta tarde.    

—¿Ha escuchado las noticias, Don Jorge?

—Para nada, Aldo.

—¿Lo de los horrores de la guerra?

—Me las imagino, Aldo.

—¿Vendrá la Tercera Guerra Mundial, Don Jorge?

—Para mí que ya estamos, Aldo.

—¿Y qué me dice de la violencia? ¡El mundo es un desastre!

—No me queda duda, Aldo.

—Aunque le digo, Don Jorge, que el mundo ha sido violento desde que Caín mató a su hermano.

—Quizás desde antes, Aldo.

—Ahora mismo un caimán puede saltar desde el lago sobre nosotros, Don Jorge, ¡y no tendremos tiempo de hacer nada!

—¡Ni lo mencione!, Aldo.

—¿Y qué me dice del chico que mataron por aquí hace unas semanas? ¡Sólo tenía 15 años!, Don Jorge.

—Asunto de pandillas, Aldo.

—Sabe, Don Jorge, hay una cruz en el lugar y la abuela viene a rezar todas las tardes.

—¿Una cruz?

—Sí, Don Jorge, como señal de que allí hubo una muerte violenta. Según esa costumbre, así las almas confundidas podrán orientarse.

 —Pues cada vez hay más cruces en los caminos, Aldo.

—Cuando pase, Don Jorge, dígale algo. Al menos para que levante la mirada de la cruz al framboyán amarillo, que hoy está bellísimo.

La plática con mi vecino es de pasada. Se detiene sólo para que el dogo hociquee entre mis zapatos.

—¿Estaremos en los últimos tiempos, Don Jorge?

—Todo parece mostrar eso, vecino.

—¿Y cuándo será el fin, Don Jorge?

—Quién sabe, Aldo. Quién sabe.

Mi vecino siguió su calmoso andar de viejo dogo. Lo oí todavía mascullar letanías hasta que dobló por un recodo, y el rítmico silencio de la naturaleza volvió a dominar el atardecer, que son por aquí muy apacibles.

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