Cuando viene un amigo a casa buscando algún consejo o simplemente a hablarme de sus problemas, lo invito al patio a pelar juntos unas mandarinas.
Y no es que la mandarina tenga propiedades esotéricas, pero el fruto tiene su encanto ligado a un patio soleado, tranquilo y donde solo se escucha la brisa del viento y el esporádico piar de las aves.
El truco está en desollar lentamente una o varias mandarinas, o naranjas, y disfrutar de cada uno sus dátiles.
Un estudio científico reciente demostró que enfrascarse en una tarea minuciosa es excelente para la salud mental y aminora mucho la ansiedad.
Para mí no fue nada nuevo. Mi bisabuela me pelaba naranjas desde que era niño. Se sentaba a solas conmigo en las tardes, entregada al pausado ritual de sacar largas tiras de la dorada piel. Así que, si quiere usted tener en la familia a un hombre relajado y sabio, quizás un futuro terapeuta, ¡pélele naranjas desde niño!
De adulto, siempre tengo naranjas o mandarinas en casa, pero últimamente, por un problema de seguridad, prefiero usar con mis “pacientes” las mandarinas, pues no se necesita de un cuchillo.
A veces vienen mis amigos tan alterados que les parece inconcebible una relajada invitación al patio solo a comer mandarinas. Nada de café, música de fondo, teléfonos o bocadillos.
No le hablo mucho, no le ofrezco arreglar el mundo ni solucionar sus problemas, pero por lo general mi amigo termina calmándose y se va mejor que cuando vino.
La Biblia tiene varios textos que validan mi método; me gusta mucho este: “Cada día tiene su propio afán”.
Cierto que todavía no estoy listo para usar la terapia con mi propia familia, aunque me preparo fuertemente para ello. Pues no he visto nada más relajante que pelar una mandarina.