RELATO
Todavía no entiendo todos los acontecimientos que me hicieron llegar hasta aquí. Pero lo cierto es que para encontrarme con Amelia estoy en medio de la inmensa terraza del Zócalo, después de casi perder mi billetera en el abarrotado metro de Ciudad México.
Cuando la atractiva mujer se puso a mi lado, estaba contemplando los corros que decenas de fanáticos les hacían a los rituales religiosos esparcidos por la explanada, los cuales aprovechaban la benévola sombra que esa tarde derramaba la catedral metropolitana. Las principales atracciones del lugar eran sin duda las danzas de unos chamanes y los teatrales gestos de lectura y limpieza espiritual que aquí y allá hacían todo tipo de médium y adivinadores. El espectáculo hubiera sido una banal diversión turística, si no fueran tan trágicas las expresiones en los rostros de los que hacían fila.
“Aquí estamos”…, dijo la joven antropóloga sin apenas mirarme, “¿y ahora qué?”. Con su aire aristócrata y piel bronceada, Amelia era para mí la viva imagen de la mestiza Leonor en La hija del Adelantado, la conocida novela histórica del escritor guatemalteco José Milla.
“A penas tenemos tiempo, Amelia, vayamos por la pintura de Valenti”, le dije.
Comenzamos a movernos rápido hacia la pared de edificios más cercana cuando, de repente, alguien se nos atravesó en el camino.
“¡Deténganse! Soy oficial de policía. Ni un paso más. Deben acompañarme sin ofrecer resistencia”, gritó un obeso y jadeante individuo de oscuro bigote y bien peinado pelo lacio.
Apenas salía del asombro de la imprevista aparición, cuando pude ver que Amelia se alejaba con una agilidad insospechada, serpenteando entre la muchedumbre y dejándome a solas con el cachetudo policía, que ya sujetaba con fuerza una de mis muñecas.
Siete días antes
Amelia tocó a la puerta de mi librería a la cinco de la mañana. Vino directo del aeropuerto. No era que ella no conociera a nadie más en la ciudad, pero su grado de preocupación era visible. La estuve esperando toda la noche, tirado en el único sofá de una tienda que, como casi todas las de su tipo hoy en día en Miami, estaba a punto de quebrar. Ella venía empeñada en comenzar de inmediato la búsqueda de Juan Castillo.
Todavía no me explico por qué lo hice. En ese afán mío de verlo todo como literatura, pude aconsejarle mejor el viaje espiritual de El hombre eterno, de Chesterton; o algo más entretenido de este autor como Los relatos del padre Brown, que la ayudarían a entrenarse para sus futuras deducciones detectivescas. Pero no, se me ocurrió enviarle a la joven antropóloga guatemalteca, a manera de tesis filosófica para su inquietud, el único y muy manoseado ejemplar que tenía de El evangelio de la bancarrota, un librillo de apenas 40 páginas con la historia del Dr. Aquino Morales-Bermúdez, que por causalidad había caído en mis manos por los lejanos años 90, cuando compraba un ramo de flores en una esquina de Miami.
Casi fue una broma, porque sin duda la especialista en antropología social Amelia de Quesada exageraba cuando dijo en su email sentirse aterrada, y me pidió orientación para su cuarto libro sobre el tema. Quería escribir, decía, para un lector sumamente suspicaz que tenía en mente. Convencerlo de sus tesis. Pero estaba paralizada, según ella, bajo el conocido síndrome de la página en blanco. “Usted, amigo mío –suplicaba en su misiva electrónica–, que ha sopesado en su oficio de librero muchas maneras de decir las cosas, dígame, por favor, ¿cómo puede narrarse una historia que convenza sin muchas evidencias al duro corazón de un desconfiado científico? ¿O es que de nada vale argumentar, y fin de cuentas es cierto que nadie escarmienta por cabeza ajena?”
Conocía los síntomas, por lo que no le di mucha importancia al pánico de la autora. Aunque ahora mismo el del miedo era yo, con todo este caos que había causado el envío de mi tomito.
El evangelio de la bancarrota era un libro en formato de bolsillo, con sus páginas engrampadas a una portada sin muchas pretensiones y que prometía debajo del título y en letras para mi gusto demasiado grandes y cuadradas: “AQUÍ SE HABLA DE CÓMO SALDAR SUS DEUDAS”. El menudo libro exponía de un tirón las revelaciones y algunos aspectos de la vida del propio Dr. Morales-Bermúdez, un ex abogado de bancarrota de la ciudad, que en su momento lo hizo publicar y repartió por miles, usando a los vendedores informales de rosas colombianas que en esa época invadían los principales cruces viales del sur de la Florida.
Extrañamente Morales-Bermúdez había renunciado a su profesión en una época que en los casos de bancarrota legal estaban haciendo ricos a los abogados de la nación. Y como todo un precursor de los tiempos editoriales actuales, el Dr. Morales-Bermúdez había sido el escritor, editor y distribuidor de su propia obra. En un tiempo le había ido bien como editor, cuando se inventó su propia charada china y pudo colocarla por decenas de miles en los estanquillos de revistas de los mercados: 1- Caballo. 2- Mariposa. 3- Marinero. 4- Gato. 5- Monja. 6- Jicotea… Pero más tarde se arruinó publicando buena literatura. Tal como Mario Muchnik, un personaje tangencial en Travesuras de la niña mala, de Vargas Llosa, terminó siendo “un editor vocacional, que amaba los libros y sólo editaba literatura de calidad, lo que, decía, le aseguraba todos los fracasos del mundo económicamente hablando, pero las más grandes satisfacciones personales”.
Al principio los floristas de Miami no vieron en El evangelio de la bancarrota un valor añadido a su romántico producto, pero fue corriéndose la voz entre el gremio de las altas ventas que producía entre compradores frecuentes, los cuales comenzaron a reclamar el librito, húmedo y enlazado casualmente entre los tallos de las rosas.
En el libro, el abogado le explicaba al confundido y atormentado inmigrante Juan Castillo las bondades de una bancarrota bien hecha, en un diálogo muy a lo Dickens. De hecho, Juan Castillo me parecía un personaje salido de A Christmas Carol, y la historia personal del Dr. Morales-Bermúdez un émulo del propio Charles Dickens, quien coincidentemente por una época trabajó como pasante en un bufete de abogados.
Morales-Bermúdez le decía al muchacho que el código de la bancarrota era “la ley fundamental a tener en cuenta en la vida”. Sin dudas la jurisprudencia de todos los tiempos había avanzado hasta aquí inspirada en los libros de la Biblia, aseguraba.
La doctrina del Dr. Morales-Bermúdez era muy simple y la describía en unos pocos párrafos. Dios, ordenado, admirable y perfecto, sujetó toda la creación a un inflexible orden de justicia. Pero tuvo que resolver un gran dilema, al igual que debió hacerlo la legalidad de los hombres con la Ley de Bancarrota. “Si, en justicia, el culpable debía pagar sus deudas, ojo por ojo, diente por diente, castigo por pecado, penas por agravios, dónde encajaba pues en esa simple lógica de causa y efecto el perdón de un Ser que también es absolutamente bueno y misericordioso. ¿Qué pasa cuando el hombre, cansado y trabajado, molido por sus inequidades, se siente en quiebra, en insolvencia, incapaz de pagar sus deudas?”
Fue entonces que Dios promulgó otra ley divina, la de bancarrota, que según el Dr. Morales-Bermúdez no es sólo una alusión a la palabra italiana Banca Rotta, literalmente “banca rota”, por aquella práctica del siglo XVI de romper las sillas de los prestamistas que caían en insolvencia financiera, sino del perdón descrito en los evangelios.
El ex abogado decía en su libro que el origen del procedimiento de quiebra que hoy conocemos es atribuido falsamente a los estatutos de la ciudad Estado de Venecia y de las ciudades italianas de Génova, Milán y Florencia, quienes siguiendo las viejas instituciones del derecho romano, trazaron una vía para confrontar y solucionar el estado de insolvencia de los deudores y el cobro de las deudas por parte de los acreedores. Señalaba el autor que mucho tiempo atrás Deuteronomio 15.1 había ya ordenado: “Cada siete años perdonarás lo que otros te deban”.
Decía que en los Estados Unidos la historia de la ley de quiebras se remonta a 1800, recibida del Derecho Inglés, que lo tomó de los romanos, y estos de los judíos. En el desarrollo del régimen jurídico de la bancarrota en los Estados Unidos, se pasó de un sistema que consideraba la quiebra como un acto criminal, a uno encaminado a la solución del problema.
Sin embargo, según el peculiar libro, algo andaba mal en la legislación vigente en todo el mundo que la alejaba de las Sagradas Escrituras, es más, que las contradecía, y era la presunción de que todos somos inocentes. En realidad, todos somos culpables, pecadores por naturaleza, hasta que no demostremos lo contrario.
Juan, un joven muy atrevido, había entrado ilegalmente al país a través de la frontera de México y llegado a Miami en busca de trabajo. Quería pasar desapercibido de sus muchos perseguidores, “desaparecer del mapa” y comenzar una nueva vida, pues de su agrio pasado sólo no quería olvidar a la dulce Teresa, que en algún lugar de su azarosa existencia había dejado embarazada. Los infortunios no acabaron para Juan y enseguida se prendó en Miami de una atractiva mujer que lo trajo loco por varios años y que terminó yéndose con otro. También en Estados Unidos, Juan había hecho cosas malas y tenía enemigos, había sufrido y se sentía muy solo. Fue cuando conoció al jurista Morales-Bermúdez.
“Si estás endeudado hasta el cuello –explicaba El evangelio de la bancarrota–, los acreedores te acosarán hasta el fin del mundo, pero puedes acudir al Gran Abogado con una lista exacta de tus deudas, y éste se la presentará al Juez, que invariablemente las perdonará todas, para darte la oportunidad de empezar de nuevo, en un proceso que quizás no es justo ni natural para los acreedores, pero que se basa en la Gran Nueva Ley, la cual hace de este mundo uno mejor, compasivo y divino”.
“Entonces, ¿cuántas veces puedo declararme en bancarrota?”, preguntó el joven con cierto deje oportunista. El Dr. Morales-Bermúdez insistió: “Si aprendes bien la lección, no habrá otras deudas que perdonar”.
No voy a contar todo el libro, aunque sí diré que los vendedores de flores de Miami no supieron más del abogado Morales-Bermúdez; para la mayoría fue como si se lo hubiera tragado la tierra o arrebatado el cielo, aunque algunos cuentan que todavía anda por los círculos de proveedores, contando que Juan se había declarado en bancarrota espiritual y vuelto a su oriunda Guatemala.
Pensé que había sido bueno mostrarle a mi amiga lo que yo consideraba era un buen argumento de convencimiento. Pero no fue así. La Dra. Amelia de Quesada Castillo, había encontrado al final de las páginas del libro una línea de texto que yo apenas recordaba y que a ella le había helado la sangre. Al centro de la última página flotaba un exergo que para Emilia fue un apremiante y personal mensaje:
Emy, busca detrás de “El evangelio de la bancarrota”.
Había tres elementos de la vida de Emilia que justificaban su alarma: El nombre de su padre, el cual había dejado de ver desde muy pequeña, era Juan Castillo; una vieja pintura perteneciente al patrimonio familiar también tenía por título “El evangelio de la bancarrota”; y en la familia de mi amiga todo el mundo la conocía por el cariñoso diminutivo de Emy.
—¿Cómo estás?, Emilia —dije, invitándola a sortear el reguero de libros de mi entorno— Te noto muy cansada…
[FRAGMENTO DE UNA OBRA PRESENTADA AL PREMIO RELATO CRISTIANO 2013]