“Dígale que no me deje.
“Dígale, pastor, por amor de Dios, que no me deje”.
Por puro instinto, el pastor deslizó su mano izquierda por encima de la mesa hasta el pedazo de cinta amarilla que sobresalía de su enorme Biblia de Púlpito.
Mientras el hombre lloraba, acarició la cinta marcadora como si se tratara del gatillo de una Colt .45, dispuesto a desenfundar el versículo de Isaías que tanto le había sacado de apuros en similares circunstancias.
“Dígale, pastor, que Inés a usted sí lo escucha”.
El pastor se contuvo, todavía azorado de ver llorar como un niño al grandulón de 200 libras.
“La gente cambia, pastor. Con tanto que Inés tiene que agradecerme.
“Dígale, por favor… Usted sabe que cuando empezó a irme mal la mandé con los críos por delante pagando a los coyotes. Luego vine yo en una caravana, porque para mí no alcanzaba la plata.
“Le dije a Inesita, vete a ver al concuño en Miami, que le va muy bien. Que te aguante con los niños hasta que yo llegue. Eusebio estaba en la Policía, pero se olió temprano el cambio de gobierno y desapareció. Pensábamos que el concuño estaba muerto y enterrado en algún cerro, pero el muy suertudo nos llamó de Miami, que puso un negocio de cortar grama y hasta casa propia tenía.
“Cuando llegué, pastor, trabajé duro por la Inés. Hasta que pude comprarle a Eusebio mi propia cortadora.
“Pero ya mi Inés era otra. Que no le alcanza el dinero, que no beba con los amigos, que no le grite, que se aburre en casa…
“Inés ya dejó de hacerme caso, pastor. Ahora quiere hacer un curso de peluquera e irse con los niños a dar tumbos de madre soltera.
“Dígale usted que no me deje, que voy a cambiar, que qué voy a hacer yo por ahí solo, rasurando sin razones los jardines de Miami.
“Dígale, pastor, por amor de Dios, que no me deje”.
El pastor todavía no se atrevía a leerle Isaías al hombre que lloraba penosamente, ni tampoco a decirle que su mujer, Inés, había estado en la mañana a verle en consejería, con una versión bastante distante de la de su marido y resuelta a dejar atrás su pasada historia.